Santiago Loza es uno de los directores más prometedores del cine argentino. En su última película, protagonizada por una joven trans, se lanza sin temores al género fantástico para contar una historia que pone el acento en en la fraternidad.
La presentación en sociedad del cordobés Santiago Loza como cineasta fue en 2003, cuando —después de haber estudiado en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (Enerc) y con apenas 32 años— estrenó su primer largometraje: el drama sereno e introspectivo Extraño, con Julio Chávez y Valeria Bertuccelli. Le siguieron otros diez, alternando el documental con la ficción, y compartiendo varias veces responsabilidades con sus jóvenes colegas Iván Fund (con quien codirigió Los labios) y Eduardo Crespo (los tres escribieron el guión de Toublanc, la película inspirada en relatos de Juan José Saer producida por Señal Santa Fe hace dos años). Loza es también autor de obras teatrales y dirigió el programa televisivo Doce casas.
Este año dio a conocer su nueva película, Breve historia del planeta verde, en torno a una joven trans que, junto a dos amigos, emprende la aventura de regresar una rara e indefensa criatura al sitio donde había aparecido. Esta suerte de fábula sobre la fraternidad entre personajes diferentes se proyectó en febrero en la sección Panorama del Festival Internacional de Cine de Berlín, donde ganó el Premio Teddy, que distingue a películas de temática LGBT (obtenido anteriormente por prestigiosos directores como el chileno Sebastián Lelio, el francés François Ozon, el estadounidense John Cameron Mitchell y el español Pedro Almodóvar). Su presentación oficial en Argentina fue en el marco del 21º Bafici (Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires), integrando la Competencia Argentina. Allí Cultura y Libros dialogó con Loza, quien —con su inconfundible acento cordobés y contagioso entusiasmo— se mostró muy dispuesto a hablar de su película, que en nuestro país se estrenará comercialmente a fines de mayo.
—¿Cómo fueron elegidos los intérpretes?
—Luis Soda viene de la danza. Paula Grinszpan es una actriz muy conocida en el teatro alternativo. Y en cuanto a Romina Escobar, yo quería trabajar con una actriz trans y me la recomendó un terapeuta que tenía. Todavía no estaba escrito el guión, pero tomé un café con ella y ahí me di cuenta de que era la persona ideal. Cada tanto nos juntábamos todos, me tuvieron muchísima paciencia y lo bueno es que el vínculo de amistad entre los tres creció en el rodaje. Romina es una gran actriz, me gustaría que pueda hacer cualquier tipo de papel femenino. Lo trans no es un tema central en la película; aparece, pero no está señalado.
—Me pareció interesante cómo son presentados los personajes, antes de salir de la ciudad. Uno va comprendiendo quiénes son, qué hacen y cómo son sus vidas sin explicaciones en voz alta.
—En ese comienzo hay una idea de rutina, narrada como una especie de ensoñación. Son esas primeras imágenes que uno tiene cuando se despierta. Además, la película no tiene opinión sobre los personajes. La salida de la ciudad estaba pensada desde un principio, con el guión dividido en una primera parte urbana y otra parte en un “interior” imaginario, que es como una mezcla de muchas provincias.
—También me llamó la atención tu falta de prejuicios para darle carnadura al extraterrestre, recurriendo a esa forma un poco ingenua con la que suele representárselo en ciertas historietas y películas. Lo mismo con el uso de algunas frases o reflexiones, que caen muy redondas.
—La película tiene humor y se hace cargo de eso, así como también de su propia rareza y precariedad. Nosotros embromábamos con que era un extraterrestre queer, glam y sudaca pobre. Es el extraterrestre que pudimos conseguir (risas)… Yo mismo miro la película y pienso “¿Cómo nos mandamos a hacer esto?”. Ya cuando estábamos filmando nos daba risa. Pero, a la vez, está hecha con mucha seriedad. Me gusta esa idea de la ingenuidad vinculada a zonas de la infancia. De hecho, claramente, la primera aparición de la criatura está contada como un cuento infantil, con abuela y casa incluidas. Nos gustaba pensar que se trataba de una película queer pero apta para todo público. En el Festival de Berlín, junto a gente adulta o de la comunidad queer, había niños viéndola. Tiene zonas oscuras por momentos, o cierto dolor, pero también es muy amorosa. Yo la definiría como una comedia melancólica, una road movie a pie, o mejor dicho a pata (risas)… con ciertos toques de ciencia ficción. También es una película trans, porque está en tránsito.
—¿Por qué cuando el ex amigo del personaje de Pedro (Luis Soda) le extiende la mano, éste rechaza el gesto?
—Porque hay cosas que no se terminan de perdonar. Los tres personajes han sido profundamente ofendidos y puede haber una suerte de perdón, pero olvido no. La memoria de la ofensa está latiendo permanentemente.
—¿Por qué recurriste a fotografías para los recuerdos de la abuela y los pensamientos de Tania (Romina Escobar)?
—La película coquetea con muchos géneros y había algo de jugar a la fotonovela o a la historieta. Las fotos de la abuela, en blanco y negro, son similares a las que uno guarda como recuerdos queribles. Las de Tania, en cambio, como expresan el miedo de cómo podría continuar su vida, son más estalladas, más duras, casi policiales.
—¿A qué responde la decisión que Tania adopta hacia el final?
—Siempre sostuve ese final porque tiene algo de la poética de la película. Hay algo de irse a un lugar donde pueda estar más cómoda y amparada, probablemente. Está vinculada además con cierto cine de género.
—En Vendrán lluvias suaves (2018), de Iván Fund, había también una aproximación al cine fantástico. ¿A qué responde este interés de ustedes por acercarse al género?
—Nuestro proyecto empezó hace cinco años, bastante antes que el de Fund. Pero tal vez haya necesidad de explorar otras zonas del cine. O ganas de dialogar a cierta edad con el cine que uno vio de chico. Con Iván somos amigos y algunos gustos en común aparecen.
—¿Cómo fue recibida Breve historia del planeta verde en Berlín?
—Más allá de los premios, fue hermoso. Muy emotivo. El público se apropió mucho de la película.
—Tu cine suele poner el foco en mujeres y jóvenes desprotegidos. Al mismo tiempo, en películas como La Paz (2013) y la para mí excelente Malambo, el hombre bueno (2018) se evidencia un trabajo de dirección muy riguroso, con una composición muy pensada de cada movimiento y de cada plano. ¿Qué rasgos considerás que caracterizan tus trabajos?
—El personaje de Nubecita Vargas en Malambo, el hombre bueno —el compañero de pensión del protagonista— reaparece en Breve historia del planeta verde, abriendo la escena del boliche… a veces me dan ganas de hacer una película completa con él. Al margen de esto, creo que en todas hay cierta ternura, aunque suene pasado de moda. Incluso ya desde Extraño, la primera y la única en la que trabajé con todos actores profesionales. Aunque la forma haya ido mutando, y aunque todas toquen ciertas zonas áridas del ser humano, subyace la necesidad de lo tierno. Por otra parte, no existe la idea del extra, me gusta que cada personaje tenga un rostro, una identidad. Además, para mí filmar es un acontecimiento y hay una responsabilidad en las imágenes que uno genera. Y está también el enorme trabajo de Lorena Moriconi en el montaje, acompañando la última forma de la película.