Era paranoico y sufrió un escrache en el que lo acusaban de drogar a una chica en un colectivo. Fue falso, pero las agresiones siguieron. Se quitó la vida.
El domingo de la semana pasada se quitó la vida en Rosario el músico callejero Javier Messina. Tenía 37 años y según su familia padecía paranoia. Pero además, su salud mental se venía deteriorando desde que había sufrido una situación de escrache por un audio que se viralizó y nadie se molestó en chequear.
Por un principio que dice que hablar de suicidio es ayudar a la multiplicación de episodios, en el periodismo suele ser un tema tabú. La única excepción es cuando el abordaje sobre el hecho permite hablar de un tema de fondo que lo atraviesa. En este caso implica a los escraches, el poder de la viralización en redes y medios y la lentitud de la Justicia.
Corría el viernes 12 de octubre de 2018, cuando comenzó a circular un audio por WhatsApp de una joven que decía estar en la guardia del Heca, el mayor hospital de emergencias de Rosario, luego de sufrir un intento de secuestro en un colectivo de línea.
La chica contaba asustada que en una parada cerca de una zona universitaria, a plena luz del día y en un lugar lleno de gente, un hombre de entre 30 y 40 años se le acercó ofreciéndole un fanzine (una revista hecha con fotocopias) y la invitó a escuchar música con sus auriculares. Luego los dos subieron a un colectivo.
En la narración, la protagonista decía que —dudando— tomó la revista, pero después la devolvió porque se empezó a sentir mal. Allí pidió ayuda, y una mujer (presuntamente médica) la acompañó en taxi a la guardia. El mensaje advertía a otras mujeres que se cuidaran de la persona, porque siempre andaba dando vueltas por la zona.
Mientras el audio comenzaba a llegar a más y más teléfonos, mucha gente empezó a reconocer que era Messina, alias Dios Punk, un chico que hacía muchos años se dedicaba a tocar en la calle, y que era conocido por molestar a los comerciantes del centro con su guitarra y su parlante.
Blanco
Cuando no estaba tocando, Messina repartía su revista fotocopiada en el parque España, en las zonas de las facultades y en el centro en general. Mucha gente le tenía simpatía, otros tantos lo miraban como un tipo raro. Era común verlo detener a jóvenes para ofrecer su revista. Sus conocidos dicen que hacer eso era lo único que lo hacía feliz.
Los testimonios indican que era insistente. Pero no hay otros relatos que lo liguen a un hecho de las mismas características. Había estudiado el profesorado de Educación Física en el Isef Nº 11, pero trabajó poco tiempo como docente y se dedicó a la música. “Un chico bueno que sólo quería tocar”, recuerda un periodista de rock que lo solía invitar a su programa.
Con este cuadro de situación, Messina se convirtió en un blanco fácil tras conocerse la denuncia. Los que sabían por dónde frecuentaba lo fueron a buscar para pegarle. Fue detenido en plena calle y a pocas cuadras del lugar donde había sucedido el hecho. A la viralización en redes se sumaron pronto, y de forma irresponsable; los medios, que mostraron cómo se lo llevaba la policía sin difuminar su rostro.
Su padre Alfredo, abogado, recuerda que fue él mismo quien —alertado sobre la existencia del audio— se apersonó en la comisaría 2ª y pidió que lo detuvieran. “Lo estaban golpeando en la calle. Tenía miedo de que lo mataran”, asegura. Messina estuvo una hora y media demorado, y sin pasar por audiencia la fiscal Gisela Paolicelli le formó causa por lesiones leves y le dio la libertad. No tenía antecedentes penales, hacía años que ofrecía sus zines por la zona y nunca había pasado nada similar. Por eso salió rápido.
Nada
“La investigación arrojó que no hubo indicios que corroboren lo denunciado. No se encontró nada en relación a burundanga”, informó el Ministerio Público Fiscal de Rosario. Se dijo que el cuadro de la chica podía ser compatible con un ataque de pánico. Otras personas habían tocado las revistas y nada les había sucedido, recordaron desde Fiscalía ante la consulta de este medio.
Como agregado: la psicosis social ligada a historias sobre burundanga puede haber hecho su parte. Ante casos similares, profesionales como Silvia Martínez, del servicio de Toxicología del Hospital Provincial, han advertido que la burundanga no actúa a través de la piel y mucho menos con esa velocidad.
Pero el audio, además, no daba un dato fundamental: había un policía en el colectivo que revisó la mochila de Messina y lo dejó ir. La única sustancia que llevaba el músico eran semillas de chía. La detención se produjo luego, en otro lado y por pedido de su padre. Nadie consideró que era peligroso. El Dios Punk ni siquiera dejó que su padre lo represente como letrado.
Sin embargo, y ya con el anticipo del informe toxicológico que descartó cualquier droga, para cerrar la causa los análisis debían llegar oficialmente. La fiscal entró en licencia meses después, y el expediente siguió abierto, lo que intranquilizaba a Javier, que nunca se enteró cuando finalmente se dio de baja en el sistema.
Mientras tanto, en Twitter comenzaron a aparecer posteos falsos afirmando que llevaba burundanga en la mochila, que había querido subir a la chica a una camioneta y que era “un violador”. Una búsqueda rápida muestra que, un año después, muchos no borraron las fotos de su cara junto a las falsas acusaciones.
Al mismo tiempo, una vez probada su inocencia y en un giro que dice mucho sobre la problemática de la crueldad en las redes, empezó una caza de brujas con sentido opuesto, hacia la chica que sufrió la confusa situación, cacería lamentable que se reeditó ante la muerte de Javier sin considerar que la joven fue otra víctima, que quizás nunca se disculpó públicamente para no revelar su identidad y sufrir peor el escarnio.
Amenaza
Cuando fue liberado, el calvario de Messina siguió en la calle y en otros ámbitos. La amenaza latente se sumó a su cuadro. “Hace años tuvo un certificado de discapacidad por paranoia, se medicó un tiempo y luego no quiso saber más nada, decía que no era un enfermo. El era antisistema, no quería tener obra social”, cuenta su padre.
Tampoco aceptaba que le provea dinero, entonces Alfredo le compraba lo que vendía. El hombre sentía que su hijo se escapaba cada vez que intentaba ayudarlo: “Una internación te la dan sólo si es peligroso para otros o para sí mismo. Y ninguna de las dos cosas pasaban en ese momento”, analiza.
A partir de aquella fecha fatídica, ambos se empezaron a ver más seguido. “Ibamos a comer. El tenía pánico en la calle. Pero era fundado. Una vez lo amenazaron adelante mío”, cuenta el abogado. Por eso se alejó y se fue a vivir a barrio Belgrano, a un centro cultural. “A los pocos meses, una chica lo reconoció, lo prendió fuego en redes sociales y lo echaron a la calle”, rememora con angustia.
Terminó recalando en una pensión céntrica, donde lo albergaron con cariño junto a su perro Ciro. Pero luego comenzó a estar mal. Lo único que hacía, que era vender cosas por la calle, fanzines o sahumerios, se le empezó a complicar por las agresiones. El circuito que le permitía hacer algo con su vida se había desarmado. Comenzó a volverse más solitario y a temerle a las redes. Los episodios de paranoia se agravaron, y se sentía perseguido hasta por su propia familia.
Vivió en Entre Ríos y Urquiza hasta hace unas semanas, cuando en uno de esos episodios se autoinfligió un corte por primera vez. Fue en la pierna. Su padre, que lo fue a buscar, dijo que no era grave, un par de puntos, que lo llevó al Heca y otra vez a la casa de la mamá hasta su recuperación. Le habían dado medicación psiquiátrica.
El domingo 10 de noviembre, casi 13 meses después del día que lo marcó, fue a la casa de su hermana menor, de 30 años, a tomar unos mates. En una última mueca del destino, como queriendo huir de todos los fantasmas, Javier saltó al vacío desde un piso 14. “Vio el agujero y se tiró, como si estuviera escapando de los que lo perseguían”, especula Alfredo.