Ser muy delgada me generó inseguridades desde temprana edad. Recuerdo que cuando entré a una escuela de puras mujeres, ellas asumieron que yo tenía un algún trastorno alimenticio.
Claro, ahora resulta que ser flaca es sinónimo de anorexia.
En una de esas ocasiones no aguanté el acoso, huí al baño para encontrar un lugar donde pudiera llorar tranquilamente mientras escuchaba los gritos de las niñas de mi clase diciendo ¿Ya vas a ir al baño a vomitar?.
Ese constante acoso provocó que dejara de verme en el espejo, cada vez más estaba preocupada por mi imagen, por cada hueso que se marcara en mi cuerpo, por tratar de engordar comiendo dobles raciones de comida o comprándome ropa que tratara de disimular lo evidente, que estaba flaca.
Mi rutina habitual era obsesiva.
Verme al espejo saliendo de bañarme para ver si había bajado más de peso o si por alguna extraña razón había subido aunque fuera un kilo.
La obsesión seguía por preguntar cada semana a personas cercanas a mí si veían que había subido de peso, atascarme de comida para después subirme a la balanza y ver si de un día a otro lograba subir de peso, aunque fueran 500 gramos, pero nada cambiaba.
Empecé a aislarme de mi familia, amigos y de mi pareja, me deprimía verme al espejo, salir de mi casa, ver a personas que podían lucir su ropa de una manera muy diferente a la mía, me preocupaba que la gente me viera y pensara que por ser flaca tenía algún tipo de enfermedad. Todas querían ser flacas, menos yo.
Fue un proceso difícil y largo en el que lloraba y me frustraba constantemente,
No entendía cómo mi mente jugaba conmigo de esa manera, básicamente haciéndome creer que estaba cadavérica, cuando la realidad es que no era así.
Empecé a aceptarme y perdonarme, deje de preocuparme por la ropa, por mis huesos, deje de estar midiéndome o pesándome en la balanza constantemente.
Descubrí que yo era una persona en todo mi esplendor, yo era y soy esa mujer.